Superhéroe

Pues va a ser que eres un verdadero Spiderman y lanzas telarañas pegajosas e insorteables, que han creado esta red irrompible en la que todos descansamos los desconsuelos de la inevitable parte de vida impuesta que nos toca.

No me extraño cuando tu hermano se envía al correo electrónico del colegio los videos de cuando parloteabas con apenas un año, o te tapabas con la manta para jugar a cucú-tatá, embelesado; y comprendo que tu hermana te prepare para el concierto de violín con el mismo mimo y el mismo esmero con el que yo lo haría.

Eres, muchas veces, la unánime preocupación de los cuatro y por el que preguntamos al llegar a casa, como un resorte. Como la pieza del puzzle que ausente, nos saca de quicio. Casi siempre eres “palomita suelta” cuando se trata de repartir lo que es pesado, material e inmaterial. Estás colmado de afecto y, a la vez, perfectamente entrenado para no ser el carácter principal, para la decepción, que conviertes en una capa de superhéroe con la que te elevas sobre sus efectos devastadores, sobrevolándolos.

Eres nuestro pequeño Chapu; Saulete, el grandullón, y creces, a ratos calculando el espacio disponible y otras tantas despreocupado, a cuenta del mágico confort de la buena compañía asegurada, convirtiéndote en pegamento triple plus para un lugar que tengo el privilegio de habitar contigo, con vosotros.
Llevamos ya casi 10 años de siembra con cosechas irregulares, y puedo ya observar los frutos. Tú has contribuido decididamente a tejer esta tela de araña imperceptible a través de la intimidad y la constancia de ser los 5, día tras día, los que nos quitamos y cedemos terreno de forma alterna, tomando las decisiones de dentro a afuera, aprendiendo desde aquí y hacia el mundo. Sintiéndonos siempre amados en este núcleo, aunque tantas veces incomprendidos o discriminados.

Hace unos días comentaba con tu padre lo agradecido que eres. Lo que celebras una camiseta propia o el minuto en que nos quedamos los dos contigo mientras esperamos a que Manuela salga de clase de inglés. El minuto no metafórico de 60 segundos, en que nos rodeas por el cuello y giras la cabeza para darnos besos a uno y a otro, a toda velocidad, absolutamente prevenido de la precariedad de esos momentos de unicidad.

Qué buena haces mi vida, Saúl. Qué meritoria haces mi vida, hijo, aunque pongas en riesgo la economía familiar con tu apetito extraordinario.

Contigo tengo el privilegio de acompañar a una de las personas más nobles y sencillas (en el más fascinante y perfecto sentido de la palabra) que he conocido. Eres un corazón gigante con piernas fuertes y dulce sonrisa, que siempre se posiciona del lado de la ternura.
Toda la mala baba que pueda acumular en un día cualquiera se desvanece cuando, acostada a tu lado, repites, sin los prejuicios que adquirimos con la torpeza de crecer, te amo mamá, te amo mucho, entre tus besos esponjosos y las caricias de tus dedos regordetes y morenos.


¿Qué puedo decir? Soy consciente de que estas cartas que os escribo con ocasión de vuestros cumpleaños, deben sonar insoportablemente azucaradas, quizás irritantemente repetitivas, pero no me voy a censurar en decirte que cada día de tu vida haces maravillosa la mía, y que no hay mayor super poder que el que tu tienes para aligerar cargas, y repartir zalamería.

Te deseo un felicísimo 4 cumpleaños. Te quiero con todas y cada una de las partes de mi ser, Saúl.

Los techos de cristal y la corresponsabilidad. 8M

Como cada 8 de marzo, si les soy absolutamente sincera, no sé por dónde empezar. Me ofusco y me aturullo porque hay una infinidad de ejemplos de situaciones, tendencias, estereotipos, premisas y planteamientos que son verdaderos palos en las ruedas para una igualdad real entre mujeres y hombres en nuestra sociedad occidental (ni hablar de otras sociedades en las que se siguen produciendo descorazonadoras privaciones de derechos humanos a las mujeres, por el hecho de serlo) y me gustaría discutir y debatir sobre todas ellas.

Se que me repito con esta idea, pero para mí una de las claves para agrietar los techos de cristal está, claramente, en la CORRESPONSABILIDAD. O, verán, para hacerlo más claro, vamos a decir responsabilidad «a secas» porque me gusta, me tienta la idea de pensar en los hombres caminando solos hacia el feminismo, y no alentados por el soniquete permanente y, por qué negarlo, fatigoso de las mujeres recordando aquí y allá que no existe ninguna regla antropológica que nos coloque en una posición de mayor deber en los ámbitos familiares y del hogar, y de menor derecho en ámbitos profesionales, sociales e institucionales.

Cuando hablamos de corresponsabilidad la identificamos claramente con la figura masculina, porque para nosotras la conciencia de nuestras obligaciones familiares y la necesidad de actuar conforme a las mismas, es, casi siempre, responsabilidad sin más. Así que la corresponsabilidad no sólo debiera ser el objetivo perseguido a través de una actitud de los hombres en el seno de la familia orientada a coger, asumir; sino también la correlativa de las mujeres a soltar, libertar, sin que procurar un ambiente de corresponsabilidad sea, de nuevo, una exclusiva y adicional obligación de las mujeres, en el seno de nuestras familias.

Voy a ir aterrizando (que me voy por las ramas) al ámbito profesional que me es propio. Como abogada, me he tragado muchos discursos sobre los nobles y honrosos valores de mi profesión (que sin duda, lo son), pero casi como un mantra, en todos y cada uno de los discursos que he presenciado, un 90% pronunciados por abogados y no abogadas, he tenido que escuchar HORRORIZADA, el agradecimiento y reconocimiento de estos compañeros a sus mujeres por haber tolerado y haberse resignado a una desatención estructural, continuada y, al parecer, absolutamente inevitable (como si te dieran la dispensa con el carnet de colegiado), el tiempo y la dedicación a sus hijos e hijas, y al hogar. Esto es lamentable, nocivo y muy casposo. Esto es absoluta falta de responsabilidad. Pero, sorprendentemente, una irresponsabilidad aplaudida y hasta meritoria.

Mientras tanto, todavía las mujeres nos enredamos en ciento y una explicaciones cuando obligaciones profesionales (no digo ya cuando se trata de ocio) nos mantienen alejadas de nuestros hijos e hijas, o del hogar.

Evidentemente, la paternidad y la maternidad implican renuncias, pero lo que resulta intolerable es que dichas renuncias sean asumidas como inevitables y exclusivas a cargo de las oportunidades de la mujer dentro de la pareja. Una aplastante y evidente mayoría de hombres respecto de mujeres no temen la paternidad del modo en que la calculamos nosotras, porque son inconscientemente conscientes de su posición de privilegio, y de que los costes son mucho menos devastadores de los que nosotras aventuramos.Por el contrario, es absolutamente necesario que los costes de la renuncia se distribuyan entre ambos miembros de la pareja.

Y para aquellos casos en que por diversas razones en las que no voy a entrar ahora, pues dan para muchas más líneas, el equilibrio se descompensa, están las medidas correctoras, como la acogida por este Juzgado de Velez Málaga, que ha sido tan sorprendentemente destacada en el plano informativo, sobre la indemnización reconocida a una mujer que se había dedicado durante su matrimonio (en un régimen económico matrimonial de separación de bienes) en exclusiva al hogar y al cuidado de los hijos de la pareja, mientras el hombre había desarrollado plenamente su faceta profesional.

Y, precisamente a esto me refiero yo cuando hablo de responsabilidad y no de corresponsabilidad, y cuando lo que pido es que sean los hombres los que capitaneen su propia transformación. Que no nos cuenten cuentos chinos, la responsabilidad masculina para con los cuidados y la obligaciones familiares está totalmente, aún hoy, desnaturalizada. Son muy pocos los círculos masculinos en los que los hombres se reconocen clara y desacomplejadamente cuidadores, amos de casa, y muchos menos aún en los que se percibe por el resto, con naturalidad y admiración.

Así que estoy deseando que llegue un día en el que pueda escuchar de mis compañeros abogados, hombres, y también en muchos otros planos profesionales y de la vida pública en general, el discurso valiente del esfuerzo que les ha supuesto conciliar sus vidas profesionales y familiares; que reivindiquen medidas en este sentido; que defiendan como su propia guerra la atención y consideración a los cuidados, a la infancia y a las personas con discapacidad, y que lo hagan con orgullo y sin temor.

PD: Como en todas las generalizaciones, habrá quien tenga que disentir de este diagnóstico, así que me remito a las estadísticas.

LA MUJER REBELDE

Callar es dejar creer que no se juzga y que no se desea nada y, en ciertos casos, es no desear nada en efecto. La desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general y nada en particular. El silencio lo traduce bien. Pero desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga.

Albert Camus «El hombre rebelde».

No sé si realmente quiero que algún día leas esta carta. Mi herencia provinciana intenta con ahínco disuadirme de decirte que, a las puertas de tu séptimo cumpleaños, me enorgullece igual que me asusta, tu rebeldía. Te pienso y me digo: Qué maravilla de carácter. Qué fuerza y coraje, qué determinación, aunque, al cabo, estoy tremendamente enfadada contigo porque no me obedeces cuando doy una instrucción, pese a que reparo (y trato de obviar) que es el otro lado de la misma moneda.

Sin embargo, no dejo de pensar últimamente ¿No sería más adecuado, precisamente, decirle a nuestros hijos, y, sobre todo a nuestras hijas, que admiramos su capacidad de ser contestatarias, irreverentes, intrépidas, libres? Me ronda esa idea con bastante persistencia, porque me pregunto cómo habría sido para mi yo niña y mi yo adolescente que me hubieran reconocido la capacidad de movilizarme, de marcar mis límites y atrincherarme en mi posición con celo y convicción. Y, honestamente, creo que no me hubiera hecho mal. Más bien lo contrario.

Algunas veces me tienta la idea de preferirte prudente, algo más “modosa”, menos polémica o lideresa, o de que me dejes elegirte ropa conjuntada, pero no son más que reminiscencias de modelos y estructuras aprehendidas y prejuiciosas. La desobediencia es una virtud (¿ves? Ya estoy arrepintiéndome) y, seguramente, en ciertos casos, el único camino para el progreso, el único acicate al cambio.

En realidad me alegro muchísimo de que no cedas terrenos que son tuyos por derecho propio; que no te amedrentes en la confrontación y que me necesites lo estrictamente necesario. A mí me ha costado muchos años comprender que no tengo que parecer buena a todo el mundo, y tú paseas con audacia y sin complejos tu genuidad, indiferente a la crítica torticera.

Además, resulta que todo ese poderío te sale con envidiable naturalidad. Con la misma que te sale el ser increíblemente generosa, deliciosamente cariñosa y, también, una auténtica payasa que hace que me tronche a todas horas. De nuevo la irreverencia y esas reacciones y anhelos que no satisfacen las expectativas generales; que distan de lo que de una niña cabría esperar, pero que aniquilan juicios preconcebidos con una facilidad y elegancia, que hacen que el proceso se antoje cotidiano y fluido.

Resulta que además, toda esa autodeterminación te deja intacta la humildad y la empatía y consigues, sigues consiguiendo, que todos se sientan acogidos en ti. Eso es formidable, mi amor. Es una cualidad fascinante ser abrigo y refugio para quien se cruza contigo. Ahí está el secreto, lo vas a ver.

Por eso, si algún día dudas de que todas esas cualidades las celebro y las admiro, porque en ocasiones juego el papel del autoritarismo (con mayor o menor acierto) sepa usted que lo hago. Que las celebro y las admiro. Que te veo, pequeña , te quiero y te apoyo. Que estoy contigo y que quiero que sigas siempre encontrando la fuerza para levantar la voz y hacerte notar, sin sentir que es demasiado atrevimiento.

Si se trata de cuestionarse ideas diluidas en nuestra adultez programada, últimamente me ha dado por pensar en esa de que los padres son padres, y no amigos. Yo quiero ser tu amiga también, cariño. Tú madre y tu amiga. Primero porque ni de broma querría yo perderme las risas que adivino que me voy a echar contigo, y segundo porque no quiero imaginarme que alguna de esas veces en las que vas a pensar, a lo Holden Caufield, que todo es falsísimo, te sientas sola e incomprendida. Quiero estar aquí, a una distancia razonable, para que siempre puedas “echar mano”; para gritar contigo si es necesario, y acompañarte en el desconcierto cuando se presente.

Te deseo un felicísimo cumpleaños. Te quiero hija mía. Te quiero, y te quiero libre.

Siempre te querré

Siempre te querré

Siempre tendrás mi cariño,

Mientras yo esté contigo

Siempre serás mi bebé

(Fragmento del cuento “siempre te querré” de Robert Munch)

Me encanta cuando llega la noche y puedo acostarme a tu lado. Cuando duermen ya tus hermanos y me tumbo junto a ti, y me pides que me acerque más, que no te de la espalda y que deje el móvil.

Y siento que esas palabras casi me liberasen, como si no hubiese caído en la cuenta por mi misma de que podía, por fin, dejar atrás el día y regalarnos un rato de pura presencia.

Dices: “mamá, abrázame y deja el móvil” y sueltas los grilletes invisibles que me sujetan a la idea de “no quedan plátanos”, “mañana a las 6 tengo que estar en pie” u “otro día más en que no he cogido cita para el médico”…

Y entonces lo hago. Dejo el móvil, miro tu cara bonita; tu cara perfecta y sonriente, y empiezo a notar como no me encuentro tan cansada como pensaba, no, al menos, en ese momento. Me empiezas a contar un montón de cosas la mar de interesantes, que me has construido una biblioteca enorme en tu casa de minecraft, me haces preguntas y me siento muy orgullosa de tus cuestionamientos y, algunas veces, haces que me destornille de la risa. Los dos reímos a carcajadas. Puedo ver los hilos que nos conectan, como si hubiese un camino invisible y secreto de ida y vuelta entre tú cabeza y la mía. Es un momento mágico y genuino. Lamento no ser consciente de esto en cada minuto, y lamento las noches en las que me convenzo de que 10 minutos así es perder un tiempo que, en esos erráticos días, estoy convencida de no tener. Esa es la mamá que no tiene ni idea.

Y lo más absolutamente fascinante de ese momento de verdad rotunda, es que se (siento) que para ti es casi sagrado, que te hace feliz. Lo veo en tus ojos chispeantes, en tu risa tranquila, como la de quienes no tienen ni pizca de miedo. Y comprendo que estás en casa porque estás conmigo, y por supuesto yo estoy en casa también. Porque estoy contigo.

Da igual lo caótico y enfurruñado que haya sido el día. No importa si diez minutos antes estaba pensando en llevarte a un internado en Liverpool. Allí en la cama, tumbada a tu lado, el enfado que hace unos instantes me atormentaba, pierde toda relevancia, se deshace como arena entre los dedos.

Hace un par de noches, los dos abrazados, me dijiste que no querías que me muriese nunca. Y lo comprendo, vida mía, porque yo no querría “morirte” nunca. Y como evitarte el dolor de no tenerme algún día, no va a ser posible, ojalá que todas estas cartas que escribo el día de tu cumpleaños sean el abrazo urgente que se necesita, precisamente, cuando no es posible.

Ya se que va a dar igual que te salga barba o que vuelvas de madrugada, que cada noche tendré las mismas ganas de acurrucarte entre los brazos y abrazarte como si el mundo empezase en su día primero, igual que cuando hace 9 años lo hice por primera vez.

Feliz cumpleaños, mi amor.

La fuerza del cariño

Hace unos días me dio por pensar en el desairado trato que injustamente ha recibido a lo largo de mi vida la palabra cariño.

Cariño parecía una palabra pequeña, de segunda división; un poco retamosa. Como comprar una equipación del Real Madrid en versión Thai. Está bien, no es un asco, puedes sentarte a la mesa, pero no tiene la importancia de otras poderosas palabras como amor, odio, respeto, confianza, o las efectistas resiliencia o empoderamiento.

Cariño parecía quedarse en cuartos de final, ser un tres estrellas; que te elijan para formar equipo cuando han entrado la mitad, y la otra mitad espera. Tenerse cariño era bonito, pero era escaso. Jamás hubiera dicho que lo mejor de una relación era el cariño. Me hubiese sonado casi a traición.

De repente ahora (será cosa de la edad) comprendo toda la fuerza del cariño. La que terminó por unir a Shirley McLein y Jack Nicholson. El cariño es el piolet para subir a la cima. El cariño es una pieza de potencia moderada pero de enorme durabilidad, y que apenas se desgasta. Es absolutamente esencial y su ausencia es causa de todo el desconsuelo, pero a menudo es inmerecidamente inapreciada entre el barullo de la inmisericorde cotidianidad.

Ahora, en cambio, entiendo cuánto valen los besos, las miradas tiernas. Las caricias sentidas y suaves sobre el pelo o la cara, las palabras lentas y dirigidas. El tono dulce, y sin embargo robusto, del cariño. El trato esmerado y dispuesto. Dedicarse al otro, en cada interacción.

Saúl es el niño más cariñoso sobre este planeta. Es mi hijo excepcional y absolutamente cariñoso, que no deja pasar un sólo día sin repartir amor y delicadeza.

Saúl te mira a los ojos con los suyos entornados y la cabeza ladeada, y toma tu rostro entre sus manos pequeñas y mullidas para acercarlo a sus labios, y posar un beso esponjoso en la punta de tu nariz.

Abraza a todo el mundo que acaba de conocer, invitándolo a su vida. Como si dijese: Vaya, eres nuevo por aquí, siéntete cómodo, siéntete en casa. Ya eres parte de esto, de mí.

Y de esta forma Saúl hace sentir especial a todo el que lo rodea.

Mañana se cumplirán tres años desde que llegara a nuestras vidas mi niño afectuoso, en los que todos hemos aprendido el poder sanador de un abrazo sincero. La alegría que viene justo después de un beso. Que las caricias son la mejor forma de decir te quiero, sin hablar.

Desde hace tres años hay tres vidas a mi alrededor, desenvolviéndose entre luchas y achuchones. Pero ganan los mimos por goleada, y, la verdad es que cuando se llenan de cuidados los unos a los otros, a mí me parece estar tocando el cielo con las manos. Sé que algo muy grande están creando que me trasciende a mí, y a cada uno de ellos, y está tejiendo una red de seguridad de la que me siento parcial y orgullosamente responsable. Una red invisible que va a amainar el vacío bajo sus pies, ahora y más tarde, cuando incluso puedan sentirlo.

Saúl me ha enseñado muchas cosas y, entre ellas, que el contacto es un lenguaje del amor infalible para tender puentes, crear lazos y sortear distancias. Que amarse de esa forma; con las manos y los ojos y la piel, te libra de la soledad y del abandono y te llena de consuelo cuando las circunstancias no satisfacen por sí solas.

Saúl me ha echado a la cara lo poco que cuesta un abrazo y lo caros que solemos ponerlos los adultos. Que los besos se dan en la nariz, en la boca, en la frente, en los ojos y en la barriga y allí donde fuere, siempre que alguien necesite saberse apreciado.

Saúl cumple tres años de ser ternura y mirada de luz para todos nosotros.

Tu mamá te desea que la vida te devuelva al menos tanto amor como el que das, y te cubra de afectos y ternuras. Yo te voy a besar y achuchar de forma excesiva hasta que quieras y, aunque algún día dejes de querer, al hueco entre mis brazos se va a quedar criogenizado, como Walt Disney, para cuando te venga bien volver.

Muy feliz cumpleaños, mi niño amoroso. Con todo mi cariño.

Serendipia

El destino ha querido que me sienta a escribirte esta carta, para felicitar tu sexto cumpleaños, con una batalla hormonal premenstrual librándose en mi interior, y en uno de esos «picos de la curva» de maldito estrés, así que discúlpame de antemano la (aun) más pegajosa intensidad, y la vulnerabilidad que ni siquiera voy tratar de disimular.

Mientras repaso los fotogramas que me ha brindado la presencia en tu vida alegre, me asalta una idea.: Manuela, eres una serendipia.

Eres un hallazgo fascinante y asombroso, completamente afortunado y del todo inesperado. No por accidental, sino porque a tu padre y a mi nos pilló despistados y desacostumbrados, que llegaras de esa forma tan candorosa y apacible.

El 3 de febrero de 2016 por la mañana, estaba trabajando y sentí la necesidad de pasear. Me encontraba perfectamente. Ni incómoda, ni asustada. Estaba previsto que llegaras unos días antes, pero no tenías prisa. Aún hoy no la tienes. Salí a la calle y paseé.

Cuando volví a casa, me sentí exhausta y me permití, nos permití, descansar. Sin capacidad para evitarlo, caí dormida. Durante una hora me entregué a un sueño profundo y sin culpa que es tan propio de lo que tú has construido en esta casa.

Después de recoger a tu hermano y comer juntos, una vez que nos quedamos los tres solos, Raúl tú y yo, sobre las 17.00 horas, comencé a sentir contracciones. Sigue desconcertándome y maravillándome que no las experimenté con dolor ni zozobra, sino como profundos e imprescindibles movimientos sísmicos que me ensanchaban por dentro, como si te hiciera hueco con mis propias manos. Quizás sí dolían, pero no tenía miedo. Y sin miedo el dolor no era más que la conciencia del cuerpo trabajando felizmente. Puse Spotify. Cogí a tu hermano en brazos y bailamos en el salón. A cada contracción me agachaba y cerraba los ojos y sentía la excitación desprevenida e indolente de cuando hacíamos cola para ver a nuestro grupo favorito, en celsius negativos, con 15 años. Te esperaba emocionada y confiaba en ti, en mi y en el amor arrollador que había descubierto un par de años antes y que ha sido, sin duda, el descubrimiento de mi vida, una vocación. La piedra filosofal. El talón de Aquiles.

Las contracciones eran cada dos minutos, tan seguidas, pero tan dulces, que no podía creer que estuvieras tan cerca. Cuando llegué al hospital, totalmente ajena a una dilatación de 5 cm, aún en calma y despreocupada, los protocolos médicos amenazaron con despertarme de mi estado aletargado de conciencia, pero ni un solo segundo recuerdo haber tenido miedo, o angustia. Está claro que no era yo; neurótica y nocivamente comprometida, sino tú, maravillosamente alocada, jovial y agradecida.

Y, a las 12.05 pm del día 4 de febrero, con dos empujones, sin fricción, sin desgarro y sin sutura llegaste al mundo, justo desde dentro de mi útero, con mucho pelo negro y un mar calmado en tu mirada, y te agarraste a mis tetas sin drama ni penar. Ese instante en que te cogí en brazos, viscosa, cargada de esperanza y curiosidad, es la deuda impagable de mi existencia. No hay, es que no la hay, una experiencia que si quiera se acerque a este momento brutal y significativo en el que toda la importancia, en forma de amor inescrutable, se acunó entre mis brazos extenuados para sostenerte. Y te contemplé, con tus ojos rasgados, tu boca pequeña, tus manos y piernas de color rosa moviéndose descoordinados, y continuamos, en el mismo espacio físico ya las dos, tejiendo un hilo que es la cuerda de mi paracaídas.

Y tal como fue tu llegada, es tu discurrir por esta vida, como una sonaja que nos distrae de lo que erradamente tomamos como urgente, como la brisa que empuja el aire cargado. Eres tú quien me coge la cabeza para dirigirme la mirada al cielo,ñ y me recuerda que el arco iris sale cuando el sol se impone tras la tormenta, dejando los restos del aguacero, a ras del suelo.

Durante estos seis años me has colmado de lo que más he necesitado: Unicornios, arco iris, coreografías en la cocina, cosquillas, risas escandalosas y esa forma de hablarle al mundo valiente y confiada. Tan noble, tan descarada, tan niña, tan dichosamente niña, girando sobre ti misma con una falda de lunares hasta caer al suelo mareada; saltarina y un poco botarate. Apaciblemente dicharachera y atolondrada. Tan alegre y tan necesaria.

Quizás no sabes cuánto cuentas para mi porque tengo una deuda contigo. Aunque no me lo reprochas, lo sabes. Has estado en medio de dos gravedades en ocasiones insorteables y, rápidamente te convertías en la solución fácil y menos apremiante. Quiero que sepas que nunca jamás he dejado de mirarte, aunque fuera con el rabillo del ojo.

Te quiero.

Te deseo un feliz cumpleaños. Deseo que no pierdas jamás esta alegría. Que nunca nada ni nadie te quite el brillo chispeante de la mirada, ni la risa exagerada, que sigas torciendo los ojos para hacer el payaso y que me sigas hablando como una rapera del Bronx cuando quieres dejarme claritas las cosas.

Te quiero, Manuela. Cuánto te quiero.


			

Te quiero bestial.

Están siendo unas Navidades muy duras. Ni las canciones moñas, ni el anuncio de El Almendro (y su canalla referencia al reencuentro familiar por Navidad), ni los mantecados Felipe II; ni tan siquiera Love Actually, Dios mío, están siendo suficientes para que conecte con el entorno. Nada. Soy un detestable Grinch.

Son las circunstancias que nos han tocado vivir, y estoy tratando de no sacarlo de madre.

Pero mañana es tu cumpleaños, y no puedo, no quiero, más bien, faltar a la carta, porque, por suerte, sigo teniendo claro que esto es lo que cuenta. Lo tengo más aún. Cuando la muerte hace su aparición irremediable, ineluctable, incontestable, y manda al carajo de un plumazo las pequeñeces que nos ahogan, la fuerza de los hechos, la evidencia de finitud, nos dirigen la mirada, y, aunque sólo sea transitoriamente, tenemos consciencia de que el tiempo sólo existe “durante”.

Así que mi momento navideño, por el que volví a entregarme al agradecimiento, lo tuve contigo el otro día, cuando, ante la posibilidad de que pasáramos la Nochebuena separados, me miraste con las lágrimas en las mejillas y me dijiste: Pero mamá, yo quiero estar contigo.

Y el corazón se me hizo un nudito rebosante de AMOR. Amor bestial.

Y pensé, después, que llevas, cielo, regalándome amor bestial ocho años ya. Porque, no solo te quiero que duele, sino que me he sentido y me siento contigo, profundamente amada. Me quieres tan ciega y confiadamente, que es un privilegio inigualable. El mayor de los honores. La fortuna. La vida con estrella. Y tú y yo, de alguna manera sabemos, que esa relación es única e irrepetible.

El aprendizaje de ser tu madre me ha desatado ataduras ante las que había claudicado, y me ha reconciliado con mi versión original. Y desde ese lugar, te veo y me ves.

A veces te miro dormido, con tus piernas fuertes y tu rostro sereno, y recuerdo mi angustia cuando, de bebé, no podía consolarte, pero aún así te sujetaba en brazos, te mecía y te cantaba, una canción después de otra. Durante horas. Y no sabía si lo estaba haciendo bien.

Cuando te abandonas a mi criterio con esa confianza inquebrantable, pienso que has comprendido casi la única cosa que, verdaderamente, quiero que sepas.

Eres un niño mágico. Tienes esta sensibilidad maravillosa que te hará consciente. Y la consciencia igual te hará gozar que padecer, pero de seguro, te va regalar vivir saliéndote del del dibujo.

Suelo decir que me da miedo que crezcas. Pero no es cierto. Me parece fascinante tu evolución, y la nuestra, y los días se vuelven cada vez más interesantes y estimulantes contigo. Así que estoy entusiasmada con la idea de seguir conociéndonos.

Te deseo un felicísimo cumpleaños mi amor, aunque sea en medio de este tiempo incierto. Te quiero bestial.

Tu madre.

Feliz cumpleaños, Saúl

A aquellos que nos decían que te ibas a criar solo, los quisiera ver yo un día de estos en casa. Uno de esos de horarios cruzados en extraescolares, deberes, frigorífico vacío y montaña de colada.

No te crias solo, no. Te estás criando bien hermoso, pero con el sudor de nuestras frentes.

Porque, Benjamín mio, eres de la escuela “wildmanuela” o, como diría tu padre, “nadie al volante”.

Vamos, que vives sin miedo y con alegría. Probándote en cada movimiento. Desafiando todas las reglas empíricas de la seguridad e indemnidad personales, y riéndote del instinto de conservación de la vida.

Eres un bebé al estilo Bartomeu-Lopez. Tú padre y yo no sabemos hacer hijos que se estén sentados, ni siquiera dispositivos mediante. A ti todo eso, plin. Donde esté un trepar por las sillas hasta los armarios de la cocina, o esparcir tres botes de pasta de dientes por el suelo del cuarto de baño, que se quite Peppa Pig.

Y aún con toda tu inagotable capacidad de idear maldades, eres, cada mañana, la luz de mis ojos.

Y aunque me hagas voltearlos de tanto preguntarme “Ezo qué eh?”, en un sevillano cerrado, te contestaría tres millones de veces por oírte decir ese “aaah”, que tiene el tono más bonito que jamás se haya escuchado a este lado del meridiano.

Y, aunque necesite una partida en la nómina para alimentarte, me flipa verte comer a dos carrillos.

Eres tremendamente bueno. Eres un bebé cariñoso y dulce que siempre dice hola ladeando la cabeza y agitando la manita, y que se despide con un “hastaahorayhastaluego”, así, todo junto.

No das nada por hecho, y dejas que la vida te premie y te sorprenda.

No importa que cada mañana tome la decisión Inamovible de destetarte porque, a la noche, cuando te acurrucas sobre mi brazo con la respiración profunda y el pelo mojado de sudor, que crezcas no me parece cosa urgente.

Con esa candidez tuya humanizas a toda la familia, incluso a los delincuentes en los que, a veces, se transforman tus hermanos. Pueden estar enroscados en reproches y amenazas de muerte entre ellos dos, que con el sonido de tus pies pequeños correteando el pasillo, se convierten en seres amorosos que se deshacen en mimos y juegos.

Y por esa relación, la vuestra, ya vale la pena todo el sudor de criaros.

Leía ayer, en la newsletter de Jesús Terrés (@nadaimporta) que está hasta los mismísimos del “cualquier tiempo pasado fue mejor” y de llorar por las esquinas añorando la infancia. Que su infancia no es su patria.

A mí la pertenencia me lleva a esos instantes vuestros. Al abrazo que Raúl te da cada mañana… A la forma en que Manuela se destornilla de la risa con tus cucamonas. Si a algo me debo, es a vuestra algarabía.

2 años en los que, en medio del caos estructural en el que se han convertido nuestras vidas, no puedo dejar de agradecer.

A estas horas, hace dos años, estaba, de nuevo, herida fatalmente de amor.

Feliz cumpleaños, Saúl.

Como zorras

¿Como podría, estando tan loco por mi como estaba, ser el verdugo de nuestra relación?

No podría él querer hacerme daño, porque estar conmigo había sido, en sus propias palabras, un golpe de suerte. Un sueño. Así que, en todo caso, sería el sufriente enamorado de la mujer fatal, a la que muchos deseaban y con la que algunos, digamos, habían estado.

La lista de tíos en mi haber, seguramente equiparable en número a la suya, era, sin embargo, indudablemente más larga. Pero, sobre todo, mucho más deshonesta.

Todo se de-construyó despacio. Al principio fueron los besos y abrazos que hacían jóvenes e impúdicos los encuentros con los amigos. Esos besos y abrazos lozanos y adolescentes que eran la expresión del afecto álgido, de la amistad poderosa en la mocedad.

¿Qué crees que sienten toda esta panda de adolescentes salidos cuando les besas y abrazas?

¡Lo sabré yo, que soy tío! Los tíos somos así.

Después fueron las miradas, las sonrisas.

¡Maldita sea! con lo que a mis amigos les gustaba mi sonrisa. Y, ¡Qué demonios! con lo que a mí me gustaba mi sonrisa. La reprimí insistente e inflexiblemente, hasta enfriar todas las relaciones bonitas con hombres o mujeres libres. Hasta desaparecer por completo del mapa afectivo de todos los seres humanos varones que conocí. Hasta quedar en medio de un lugar que quedaba lejos de todos.

Y ¿Cómo se deja de mirar?

Primero esquivando aquí y allá. Evitando las miradas directas o excesivas. Sin sostenerlas, reducidas a su utilidad esencial:

¿Cuánto te debo?, ponme una cerveza, ¿Dónde está la clase de criminología?

Pero no era suficiente. Para más seguridad, agachando la cabeza.

Luego fue la ropa. Toda la ropa. Los shorts, los vaqueros ajustados, los tops, las blusas transparentes… Y todo aquello que bien podía lucir con 18 años. Elegí, consciente, uniformarme de chándal de lunes a domingo, para defenderme del insulto, la degradación y el juicio inquino y malicioso que me llevaba a odiarme, y a asquearme de mi misma.

Lo mismo un día lloraba cogido a mis piernas suplicándome perdón, como un niño pequeño humillado y reducido, que al siguiente me gritaba cosas terribles golpeando puertas con brazos y piernas, como una bestia feroz.

Tuve la culpa de que rozase su coche, porque le puse nervioso, y de que lo echaran del trabajo, porque, por mi misma existencia, no se podía centrar. Siempre vigilante.

Mientras estudiaba en la universidad, sobreactúe una cinefilia irreversible para no salir de noche. Las pocas noches que lo hice, terminaba inventándome que algún familiar estaba enfermo para justificar que me la pasara en la puerta del pub; dando explicaciones.

Si algún tío me miraba, me echaba a temblar. El único plan seguro era estar con mi compañera de piso y su novio. Y ni eso.

Un viernes cualquiera, de visita en mi piso de estudiantes, veíamos una peli. Nuestro rudimentario equipo de reproducción, un euroconector empalmado con cinta adhesiva, se empeñaba en hacer mal contacto.

Después de ver la película, cada oveja ya con su pareja, noté que iba a estallar. Era su mirada: Tensa, contenida. Un gesto de desaprobación inquebrantable. Poco importaba que no tuviera ni idea de qué le pasaba. Algo era. Y era mejor no preguntar. En algún momento se desataría la tormenta cargada de truenos ensordecedores, asolando la endeble esperanza que albergaba de tener un fin de semana normal. Cavilaba, asustada y resignada, repasando mis gestos y palabras.

Y ahí estaba:

¿No podías agacharte más para arreglar el euroconector, no? Tenias que enseñarle las bragas al novio de tu amiga…

Cuesta ponerse a salvo de toda esa mierda. Desoír las amenazas y los chantajes emocionales que siguen a la decisión de largarte.

Por desgracia, se que esta y otras historias, aún hoy, tienen lecturas machistas e indeseables y, por eso, es necesario revolverse. Como una zorra. Como una víbora.

Feliz día a todas las mujeres.

Con los brazos abiertos.

Pequeña guerrera:

A luz te di yo hace cinco años; pero la luz me la diste tú, de una vez por todas. Para la eternidad.

Brillas tanto como la purpurina que van dejando tus disfraces, y que se pega imbatible en las juntas del suelo de la casa. Y aunque te ha tocado una posición difícil, nunca dejas de brillar.

¿Sabes una cosa? No necesitas carta de presentación. Todo aquél que te conoce te llama por tu nombre. Me tengo que reír, mientras muevo la cabeza a ambos lados, resignada a tu poderío, cuando la cajera del supermercado me pregunta por tí. Cuando me pregunta ¿Dónde te has dejado a «la Manuela»? Otras veces dice incluso «mi Manuela» o, como la tía Valentina, que dice «la Manuelita», porque, cariño mío; tú eres un poco de todos, porque a todos haces parte de ti.

Del mismo modo a cuando Saúl te busca si tu padre o yo le torcemos el gesto, y se te dirige con los brazos en alto buscando el consuelo que, con una ternura inigualable, sin dudarlo un segundo, le das.

Es imposible conocerte sin celebrarte.

Los cumpleaños me ponen nostálgica. Me siento y repaso la galería del móvil, conmemorando momentos que, seguramente, fueron menos idílicos de cómo los pienso… sin ser capaz de contener la desazón de dejarlos atrás. Aunque, en la constante contradicción de mi misma esencia, los voy alternando con fash fowards cuidadosamente inventados; te imagino leyendo los libros que tu misma escogerás, maldiciéndome por no dejarte volver una hora más tarde; emocionada por ir a un concierto, enamorándote, viajando o riendo al teléfono con tu mejor amigo.

Atesoro el recuero del día en que naciste. Fue la segunda vez en toda mi existencia en que sentí la vida como una certeza absoluta. Ya nunca volveré a ser la misma persona que era antes de ti.

Manuela: Con tu pelo alborotado, como dice la canción. Con el cuerpo saltarín, la risa escandalosa y el tono alegre en la voz, me recuerdas, cada día, la alegría de vivir. Te quiero y te admiro, pequeña mía. Admiro el vigor y la determinación de tu carácter, y me emociona tu generosidad; la pureza de tu mirada; la libertad de tu espíritu… tu humilde genialidad.

Hoy, aún confinados por quinta vez en este tiempo endiablado, y recién enterados de que encadenamos cuarentena, que será la sexta, me he venido abajo. Asustada, cabreada, desesperada, triste. Viéndote en tu cumpleaños, sola, sin familia, sin amigos, sin carreras ni juegos, sin poder salir a la calle. Y al levantar la mirada de la oscuridad de mi ombligo, ahí estabas: Jugando en la cocina con los globos que hemos inflado, antes de que llegaran tus hermanos, con esa risa tuya, encendida. Esa risa. Y has dicho: Mamá, me encanta mi cumpleaños. Has apagado las luces, y me has cogido de la mano.

Y he pensado: «Pequeña princesa guerrera: Lo has vuelto a hacer. Me has vuelto a enseñar cómo se mira la vida venir como un regalo inigualable. No dando nada por sentado. Recibiendo cada momento desde el asombro y la más profunda gratitud.»

Te deseo un día feliz, aunque se que lo tendrás. Te deseo una vida en la que experimentes felicidad, y también se que lo harás. Yo quiero acompañarte en tu andadura con toda la delicadeza que te mereces, y ojalá puedas tener, al menos, la certeza absoluta de que, donde quiera que esté, siempre tendré los brazos abiertos para que descanses en mi. Y si lo haces, te daré todo el amor que tengo, y, si no, también te lo daré, porque, como dice Rebecca Pearson, eso hace una madre.

Te quiero, Manuela. Feliz cumpleaños.